lunes, 30 de noviembre de 2020

Carta II. Una buena persona, el objetivo perfecto.

 


Querido psicópata, 

 

Lamento decirte, muy a tu pesar, que por fin he comprendido que soy una buena persona. Ahora lo entiendo y estoy convencida de ello, aunque te empleaste a fondo para hacerme creer lo contrario, consiguiendo tu objetivo en innumerables ocasiones, mermando cada vez más mi ya debilitada autoestima.

 

Sí, llegué a sentirme culpable de tus enojos y frustraciones. Sí, llegué a sentirme merecedora de tus mentiras, desaires y deslealtades. 

 

Pero eso tú también lo sabes, y lo que es peor, desde el principio perversamente ya lo sabías. ¿Por qué si no te ibas a fijar en mí? Necesitabas una presa fácil, empática, comprensiva, bondadosa y con inmensa capacidad de perdonar. ¿De qué otro modo hubiera sido posible llevar a cabo tu maléfico plan?

 

Recuerdo que incluso tú mismo lo dijiste. Fugazmente en una ocasión. Fue como reconocer triunfal que habías conseguido la presa perfecta. Aquel día en que sin motivo aparente decidiste volcar sobre mí un jarro de agua helada, haciéndome sentir cómo mi sangre dejaba de circular y cómo mi corazón se desbocaba acelerado incrédulo de las palabras que acababas de pronunciar. Aquel día, supongo que fruto de algún capricho insatisfecho, decidiste volcar sobre mí tu frustración y ejecutar un disparo certero sabedor del daño que provocarías. Aquel día decidiste pronunciar aquellas inolvidables palabras: ya no siento lo mismo por ti. Creo que no estoy enamorado. Después, giraste sobre tus propios talones y te alejaste triunfante sin volver la cabeza atrás. Recuerdo la frialdad inerte de mis mejillas. El desconsuelo incomprensible e injustificado. Apenas dos días antes proclamabas a los cuatro vientos el infinito amor que sentías por mí. ¿Qué había pasado? Desolada me sentí desfallecer.

 

Apenas había pasado una semana y pensaste que ya era el momento de regresar a recoger el juguete olvidado. Quizás a comprobar si seguía roto, o simplemente a ser testigo de tu poder y ver cuánto era capaz de perdonar. Y regresaste fingiéndote arrepentido, lloroso, simulando la embriaguez de la desesperación. Y lo conseguiste. Te perdoné, culpándome de tu dolor, agradecida del premio que concederías a mi ingenuidad. Orgulloso, triunfal y sin remordimientos, me dijiste: Tienes que ser muy buena persona para perdonar lo que he hecho.

 

Efectivamente. Tenías razón. Soy muy buena persona, y tú no me merecías.   

 

Hasta siempre o hasta nunca.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Su comentario se encuentra pendiente de validación por parte del moderador. Gracias